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Foto del escritorMariela Weskamp

ESCRITURA Y NOMBRE DEL PADRE. JUEGO COMO INTERVENCIÓN

Actualizado: 18 ago 2020

PUBLICADO EN "INFANCIAS EN PSICOANÁLISIS" AVATARES EN LA CONSTITUCIÓN SUBJETIVA. Ed. LETRA VIVA. Bs. As, Noviembre 2019



En la clínica con niños descubrimos que el trabajo a través del juego, el dibujo y la escritura son indispensables. Porque el neurótico habla con el cuerpo pero no lo muestra permanentemente en la escena, mientras que los niños ponen su cuerpo en movimiento tanto en el juego como en sus grafismos. Podríamos decir que el modo en que se habla con el cuerpo se evidencia en los trazos del dibujo y en la escritura, porque así como hablamos, también escribimos con el cuerpo.

En la producción gráfica el movimiento de la línea en la hoja se corresponde con el movimiento del cuerpo, se trata de una animación que se transmite como un eco en el papel. La forma del dibujar de cada niño es tan particular que rápidamente podemos distinguir a quién pertenece porque en dichas representaciones se encuentra la marca singular del sujeto. De hecho, es frecuente que los chicos, a pesar de que haya pasado un tiempo y sin saber cuál era el sentido, puedan reconocer sus dibujos como propios.

En un tiempo posterior, el dibujo, devendrá trazado de letras que darán representación a la lengua de cada quien. Esta posterioridad se refiere a secuencias lógicas, ya que la posibilidad de que un niño pueda escribir su lengua no depende de un desarrollo evolutivo sino de la efectuación de operaciones que ubican al sujeto en relación al Otro y a la falta. Del mismo modo en que se requiere del tránsito por los tiempos de la falta para que un chiste estremezca al cuerpo produciendo la risa.

Todos sabemos que los niños cuando todavía no leen y escriben con fluidez, se ríen frente a lo cómico, pero el chiste no los afecta porque sencillamente no lo entienden. Pueden jugar con la equivocidad del lenguaje en el terreno de lo cómico, de modo que si les señalamos una imagen y la nombramos de un modo diferente, les produce mucho placer y piden su repetición. Cuando jugamos a despegar el nombre, de la cosa, la forma se quiebra de un modo que sorprende y esa ruptura desata la risa, pero se tardará mucho tiempo para que el chiste, como cosquilleo sonoro, conmueva al cuerpo en la carcajada. Situaciones reveladoras de que lo cómico, que desenlaza lo imaginario de lo real, es un tiempo previo al del chiste, que desanuda lo imaginario de lo simbólico.

El placer del chiste tiene su origen en los jugueteos infantiles con la palabra durante el tiempo de la incorporación del lenguaje en tanto significante. Los niños disfrutan con la sonoridad de lalengua en las onomatopeyas, juegan con el sin sentido, amasan, rompen, destruyen y mastican las palabras para apropiárselas. Inicialmente no pueden jugar con el equívoco fónico que implica otro tiempo de instauración de la falta para crear la metáfora.

El chiste produce una ruptura entre el sonido y la forma, por eso requiere de la escritura y de la lectura de la misma; supone el pasaje por el escrito, por la imagen, para crear otra significación.

Para poder inventar una palabra nueva a partir de fonemas es necesaria la escritura. De hecho, no se puede jugar con esa equivocidad en una lengua si se la habla pero se desconoce cómo se escribe.

El equívoco se produce cuando un sonido idéntico o similar da lugar a diferentes significantes. Esta diferencia es introducida por la ortografía, por la escritura, sin ella el equívoco no sería posible.

Por ejemplo, si digo: “Conocés el nombre que te dieron, no conocés el nombre que tenés”[1]; el sentido cambia con otra puntuación que supone una lectura: “¿Conocés el nombre que te dieron? No, conocés el nombre que tenés”.

Es decir que la misma serie fónica, según la escritura de la puntuación, puede adquirir distintos sentidos. La interpretación aquí requiere de la lectura e implica un forzamiento para hacer pasar la palabra del lado de la escritura.

Casualmente, el niño, antes de tener acceso a la lectura de las letras no se reconoce en el significante que lo representa para otro. Las formaciones del inconsciente que interrogan y pueden desplegarse en transferencia, son resultado de la neurosis constituida, del anudamiento borromeo de la estructura que permite la interpretación como corte y cambio de sentido.

Los niños antes de acceder a la lecto-escritura, no son tocados por el chiste y juegan con la lalengua en el terreno de la comicidad. Lo que le resuena al analista no necesariamente podrá ser articulado vía la interpretación como corte de sentido, sino que se intenta que este se deslice mediado por el juego. De ese modo, la materialidad de la palabra en la cual reside la captura del inconsciente, tomará en préstamo la forma de los objetos. Lo cual consiente que el equívoco se muestre en el juego y que el cuerpo se sienta de otro modo, tocado por el cambio en la modalidad gozante.

¿Qué posibilita que un niño pueda comenzar a escribir y cuál es la relación entre la escritura y el nombre del padre?.

Sabemos que el lenguaje no se enseña sino que se incorpora; pero sí se enseña a leer y a escribir.

Leer es posible a partir del reconocimiento de la diferencia que la privación introduce, de lo contrario las letras son formas sin sentido, al modo como se presentan los caracteres del alfabeto chino a quienes lo desconocen. La lectura es previa a la escritura y supone soportar una pérdida de goce. Luego es posible escribir lo que ha sido leído y la escritura recuerda lo ausente.

El inicio de la escolaridad, el tiempo de la lecto-escritura, requiere de un nuevo recorte de lo imaginario que implica otra vuelta más en los tiempos de la falta de objeto. Porque para sostenerse en el espacio escolar es necesario una reiteración de las operaciones de suspensión de goce que son recién posibles en la latencia.

Para algunos chicos se dificulta la entrada a este tiempo, no pueden jugar las nuevas reglas que requieren de otra vuelta respecto de la castración. Por eso son tan frecuentes las consultas en el inicio de la escolaridad, cuando los maestros demandan y algunos niños no responden; no toman notas, no traen la tarea, no respetan las normas sociales, molestan, no pueden sostenerse en la escena.

La latencia es el intervalo, el tiempo necesario lógicamente, entre el trauma y el surgimiento de los síntomas. Es el tiempo de lectura del modo en el cual el drama subjetivo se integró en el mito edípico. Dicha lectura, fruto de la represión, va a permitir que pueda organizarse la historia en un relato y posibilitará, en el tiempo que le sigue, la escritura de lo historizado.

Podemos pensar al tiempo previo a la latencia como la prehistoria, tiempo en donde no hay escritura.

La latencia es el tiempo de lectura de lo acontecido, lo cual permitirá escribir la historia de lo que sucedió en el tránsito edípico. La posibilidad de hacer un relato organizado en una secuencia cronológica supone la memoria, por lo tanto, el olvido y el retorno de lo olvidado. Operaciones posibles a condición de que la represión esté funcionando

La latencia requiere entonces haber transitado los tiempos de frustración, privación y castración.

En ese tiempo se produce una primera acomodación del sujeto respecto del objeto. La sexualidad[2] queda pulsando en espera y se organizan y definen lugares. Se legitima la represión, se pasa de ser el falo que completaba al Otro a tenerlo o no.

Nos enteramos de esto porque los juegos varían y los juegos de reglas reemplazan a los del como sí. El cuerpo se resta de la escena, no se expone, se oculta en la fantasía. La vergüenza, como dique a la pulsión escópica ocupa la escena. Se delimitan lugares, se organizan diferencias, los que se ubican como varones participan de ese grupo y quienes se sitúen como nenas harán lo que, en esa comunidad, en ese momento, corresponda a las nenas.

Los distintos tipos de falta permiten una realización diferente del juego. A condición de que la castración esté operando en la estructura, los juegos de oposición ocurren en el terreno de la frustración mientras que el despliegue de los juegos reglados requieren de la inscripción de la privación.

En la latencia es posible el aprendizaje de la lectura, la escritura y los juegos reglados que precipitan como resultado del reordenamiento de goce que acontece en esta etapa. Porque si bien pueden comprenderse los pasos de un juego, el soportar perder y volver al casillero de inicio, es factible a condición de que la represión secundaria haya operado, de haber sido tocado por la castración.

Las leyes de una sociedad son asumidas por un sujeto en la medida en que se enlazan con su tránsito edípico y los efectos de la prohibición del incesto. El Complejo de Edipo introduce una legalidad que va a permitir insertar a un sujeto en la cultura y son necesarias muchas vueltas y repeticiones para apropiarse de aquello que viene del Otro.

El nombre del padre instaura la ley simbólica y alguien debe sostener esta función. La llevará a cabo aquel que, dando algún sentido al deseo de la madre, saque al niño de ser quien deba completarla. Quien cumpla con esta función, traduce de un modo posible lo que para los chicos se presenta como imposible de simbolizar.

La metáfora paterna significa el deseo de la madre como deseo del falo, es estructurante para el niño porque lo introduce en la dimensión simbólica y le confiere la categoría de sujeto deseante. En la operación de castración, el padre real es el agente que transmite la castración, que no todo es posible, y ubica al falo imaginario en falta, lo que libera al niño de satisfacer al deseo materno.

La castración es la operación que resignifica a posteriori la falta que se inscribe en la frustración y en la privación, esta operación reorganiza lo precedente y las etapas posteriores no hacen desaparecer a las anteriores. Por eso la secuencia de operaciones no es una línea evolutiva y lógicamente una operación debe anteceder a otra.

El primer tiempo, la frustración, se corresponde con la organización pregenital infantil (oral y anal) que plantea Freud; el segundo tiempo, la privación, con la organización genital infantil sostenida en la premisa fálica; y el tercer tiempo, la castración, con la represión y la salida del Edipo.

La castración es la operación que introduce la imposibilidad de cubrir a lo real con sentido, enfrenta con la finitud, con la no encarnación del Otro.

Es evidente que los niños no pueden ubicarse en esta posición que, entiendo, se corresponde con el fin del análisis de las neurosis. Haber pasado por esta operación, que esté funcionando en el discurso, no implica estar advertido de ello, ni haberse apropiado todavía de sus efectos. Nos enteramos de la eficacia de esta operación cuando escuchamos que no se cuenta con ella.

La tía de Diana vino a consultar por su sobrina que vivía con ella. Lo que sigue son los datos de la historia que fue contando, con grandes dificultades, a lo largo de los dos años de análisis en los cuales, trabajé con ambas[3].

Cuando Diana nació su madre se negó a alimentarla y tuvo que ser internada a los veinte días de vida porque estaba al borde de la muerte por desnutrición. En los meses siguientes tuvo reiteradas internaciones hospitalarias por golpes y lesiones. Desde el hospital se hicieron denuncias y Diana fue pasando de un hogar sustituto a otro. En algún momento fue devuelta a los padres, hasta que la madre se quedó con un hijo y le entregó la nena al padre.

El padre vivía en la calle, le pegaba y abusaba de ella sexualmente. La tía asistía horrorizada al destino de la niña, sin saber demasiado qué hacer porque no se sentía con derecho a intervenir.

Inicialmente se la pedía a su hermano los fines de semana, momento en los cuales se ocupaba de alimentarla y bañarla. De ese modo constataba lesiones y marcas de lo que para ella era claramente maltrato y abuso sexual. No dudaba porque su hermano, mayor que ella, había intentado en muchas ocasiones tener sexo con ella cuando era niña y decía haber padecido su violencia. Por eso, su propia infancia había sido “horrorosa”.

Finalmente, y con bastante temor, decidió denunciarlo y pedir que su sobrina viviese con ella. En ese momento Diana tenía tres años.

Nunca consiguió la tenencia legal de la niña, por lo tanto, según su relato, no podía impedir que su hermano viniera a buscarla todos los días diciéndole: “Vos querés sacármela, la nena es mía y yo con mi hija hago lo que quiero”.

Ella, a su vez, asesorada por una psicóloga, cada vez que Diana le decía “mamá”, le aclaraba, “No soy tu mamá, soy tu tía”. Fui entendiendo que se sentía en el deber de cuidarla, protegerla, pero todavía no podía adoptarla.

Un año antes de la consulta se había casado y tenía un bebé de pocos meses. Su marido retaba permanentemente a Diana y le aclaraba que su lugar en esta nueva familia era completamente distinto al de su “legítima hija”. En algunas entrevistas que tuve con él decía temer que hubiera “heredado los genes del padre”. Odiaba a su cuñado y tenía mucho rechazo a cualquier rasgo en la niña que se lo recordara.

No encontré en este hombre nada relativo al amor ni a la compasión respecto de Diana. Sí escuchaba desprecio, rechazo y deseos de mantener lejos de su casa a la “familia anterior” -como él la llamaba- de su esposa.

En el momento de las primeras entrevistas, Diana tenía ocho años y desde el colegio pedían, de modo urgente que hicieran una consulta. Estaba en tercer grado y era imposible lograr que aprendiera a leer y a escribir. Decían que era tonta.

Cuando la conocí, parecía tonta y querría detenerme en esta posición porque me enseñó sobre los efectos que se producen cuando la prohibición del incesto no se cumple. A lo largo de mi práctica me he ido encontrando con niños que, habiendo sido víctimas de distintas situaciones de abuso -no necesariamente sexual-, quedaban atontados, parecían verdaderos idiotas. Abusar de un niño quiere decir ejercer en él una acción de dominio respecto de la cual no tiene elementos para responder. El atontamiento es justamente el efecto del goce que ejerce aquel que abusa.

Diana padecía de un total arrasamiento subjetivo. Parecía fijada a una situación gozosa que la hacía hablar adormecida y lenta. Su decir denotaba fallas en la operación de represión, ya que el sujeto del enunciado no podía ubicarse.

“Tengo un montón de amigas, el tío dice que yo no tengo amigas, soy un poco traviesa y mala, tantos amigos no tengo…” “Me porto mal, les pego, ellos me pegan a mí”. “El colegio me encanta, el colegio va más o menos, me ando peleando con una nena que se llama Lucía, se está peleando con mis amigos y yo voy y la defiendo. Me encanta defender a mis amigos.”

Cada vez que la escuchaba me preguntaba: ¿Quién habla?

Esto que ocurría en la transferencia lo ratificaba escuchando a su tía, quien, preocupada, me contaba que cada vez que iba a la plaza, Diana se presentaba, frente a los niños, con un nombre diferente. Parecía ser de tal modo objeto que, si podía estar en algún lugar, era en el lugar del agresor, porque si se ubicaba como atacada se destruía en la misma operación.

“Si Lucía le dice a alguien que le pegué le reviento la cabeza a patadas, los chicos buchones no me gustan. ¡Lloren, lloren, chicos, lloren!”. Vociferaba, de repente, sin ninguna ilación con lo que estuviera sucediendo en la sesión.

Esto que se escuchaba en el decir, se podía escuchar al mismo tiempo en el tono de voz. Ésta tenía un sonido muy particular, no se correspondía a la de una niña, sino que era pastosa, grave, con una entonación que me hacía apostar que era la del padre, quien por momentos hablaba por su boca. Lo corroboré un día, cuando irrumpió, con su uniforme de custodio, en mi consultorio. Me amenazó diciendo que le estaba “llenando la cabeza a su hija en contra de él”, “¡Tené cuidado!” gritó cuando se retiraba, mientras apoyaba su mano en un arma que asomaba en la campera.

Las palabras para Diana no tenían ningún valor, eran todas equivalentes. La escuchaba errante, sin anclaje. Su decir, que no tenía la dimensión del testimonio, delataba la falta de un lugar en el deseo del Otro. De este modo los tíos eran “buenísimos-malísimos”, el papá era “buenísimo le compraba chupetines”, era “re- malo-la retaba”. Todo en el mismo momento y dicho con el mismo color afectivo.

En algún momento esto pasó en la transferencia: se quería llevar todos los juguetes del consultorio. Si le prestaba uno era “buenísima”, me “amaba”, como no le daba todos era “re- mala”, no me gustaban los chicos.

Para intentar introducir una legalidad, fui llevada a inventar un tercero, una dueña de los juguetes a la cual había que referirse, teníamos que escribir en un cuaderno la lista de juguetes y esperar su respuesta. Esto permitió introducir la espera. Pudo empezar a soportar que se decida la próxima vez según lo que respondiera la dueña de los juguetes. Dejó de manejarse la cuestión del darle o no como un capricho que ella me suponía. Comenzó a aceptar lo que la dueña, que estaba por encima de ambas, decía. El tercero comenzó a funcionar y dejó de pelear conmigo.

Esta operación fue posible porque, además, yo afirmaba lo que ella decía, acordaba con ella. No intentaba enfrentarla a la evidente contradicción de sus dichos, porque me parecía que ésta no era tal. Para ella no había contradicción en lo que decía sino que todo valía igual, todo tenía la misma importancia, el mismo peso, el mismo valor. Podía ser y no ser al mismo tiempo cualquier cosa.

Entiendo que, en este caso, fue porque se instaló la transferencia que se pudo operar con su relación al Otro. En la transferencia se puso en acto el objeto que era ella para su Otro gozador.

La transferencia es un nudo gordiano, afirmaba Lacan. Concibo esta expresión como una dificultad que no se puede resolver con la misma lógica que se creó. Un nudo gordiano no se puede desatar, para lograr que se suelte debe cortarse. Se trata de un obstáculo de difícil desenlace, de una situación que sólo admite soluciones creativas. Como el nudo gordiano, se desarma a partir de un corte, apela al acto. Lo creativo apunta a algo que es nuevo cada vez, que es del orden del invento.

El cuaderno, introdujo que me dictara para que hiciese la lista. Se acercó a la lectura tratando de entender lo que se había escrito, eso empezó a tener valor para ella. Luego quiso ser ella la que anotaba y aparecieron las letras.

En Diana la imposibilidad de leer y escribir no se expresaba como un síntoma. Era también un modo de ser, una posibilidad de inscripción. El padre no había podido terminar la escuela primaria, su hermana decía que “era tonto”, que “no sabía leer ni escribir”.

Entonces Diana pidió quedarse: “este lugar es hermoso, me quiero quedar a vivir acá”. Momento en que se instaló de otro modo en la transferencia.

Este tiempo previo fue necesario para que ella pudiese hablar de las humillaciones a las que era sometida. Inicialmente no tenía ninguna posibilidad de quejarse, de denunciar algo relacionado al maltrato de los que yo estaba enterada a través de su tía. Diana no podía hablar de su padecimiento porque lo que pudo haber tenido un valor traumático no había entrado en discurso, no podía ser nombrado. Esto era justamente el efecto de que la prohibición del incesto no estaba funcionando.

No podría afirmar que siempre que el padre biológico abuse -del modo que sea- o intente abusar de sus hijos, en estos la función paterna no va a operar, ya que no hay que confundir función paterna, con la persona del padre. Pero no es sin consecuencias que el padre haga de su hijo el objeto de su goce. En esta historia, además, fue la madre quien entregó a la hija, la expulsó desde el inicio, no tenía ningún espacio para ella.

¿Quién relataba la historia denunciando, quién hablaba de abuso, de maltrato? Ésta era la realidad que su tía tejía para Diana porque tenía que ver con su propia historia.

Diana no significaba lo que le acontecía. Padecía situaciones de las que todavía nada podía decir porque eran innombrables, no podía historiarse.

En el trabajo con niños que padecen situaciones familiares graves, se hace ineludible saber si contamos con alguien que haya ocupado el lugar de Otro o que esté disponible para comprometerse en la transferencia. En este tiempo, el trabajo no hubiera podido ser sin la tía, que era la única persona que tenía un lugar para Diana. Ella a su tía le hizo falta.

Lo particular de este caso fue que, a partir de distintas intervenciones, pudimos armar simbólicamente su estructura familiar. Trama simbólica que se sostuvo en el armado, en la realidad de la estructura familiar. Porque su tía llegó a decir, después de muchas entrevistas, en un fallido que la sorprendió: “Yo, de esas cosas de madre no entiendo”. Se escuchó madre de Diana y entonces pensó que tenía derecho a tenerla con ella. Esto tuvo como consecuencia que consiguió acotar los retos de su marido y controlar las salidas de Diana con el padre.

Dicho movimiento instauró en Diana la dimensión del engaño. Antes todo valía igual, todo estaba en el mismo registro, luego empezó a jugar con la diferencia entre realidad y fantasía. La realidad psíquica se comenzó a construir.

––“¿Sabés que la bebé se fue? Mi prima, ¡creció rápido y se fue…! ¡Ya no está más!” ––Contó con un entusiasmo que manifestaba claramente su deseo de que la bebé se fuese.

––“Ah, ¡tan rápido creció y se fue!” –– Manifesté sorprendida.

––“Ja, ja, ¡¿te lo creíste?!”

––“¡Me hiciste caer!”–– Respondí divertida, jugando a que había sido engañaba.

Permitimos dejar pasar a la fantasía. Empezamos a jugar con las palabras que ahora no tenían el mismo valor y, además dejaban de ser peligrosas. Pudo hablar sin ser “la buchona” a la que le “iban a reventar la cabeza a patadas”. Creo que esto fue posible porque su padre no logró asustarme tanto ­­-a pesar del uniforme y el arma- como para impedirme seguir esperando que ella dijera.

Construyó una ficción que decía de su verdad, en la cual situó los personajes de lo que luego fue su drama edípico y su posición en relación con esta trama:

––“Mi papá me contó algo y mi tía se enojó mucho de que me lo contase, porque ella dice que los chicos no tienen que escuchar estas cosas: me dijo que mi mamá tenía un bebé en la panza y se lo sacó, quedó el bebé en el piso todo roto, quedaron todos los pedazos rotos del bebé”.

Escena en la que ella parece ser ese bebé mientras que su tía la cuida e intenta sacarla de este lugar donde el padre la ubica, mirando ese horror.

––“¡Pobre, el bebé! ¿Vos qué opinás?” ––Me preguntó.

––“Pobre, el bebé, ¡qué lástima, tu mamá que no sabe qué hacer con los bebés! Mirá lo que se pierde: tener una nena tan linda como vos. ¡Por suerte tu tía siempre te quiso tanto que es una mamá para vos!”––Respondí, intentando situar que a la madre biológica le era imposible ser madre de ningún hijo y que el problema no era con ella; pero al mismo tiempo situando que la tía podía cumplir esa función, porque sino la hubiera arrojado a la nada.

Fue posible efectuar esta operación porque la tía se apropió amorosamente de ese lugar de madre. A partir de que se reconoció ocupando este lugar Diana se instaló como su hija. Su tía la adoptó porque en el trabajo de entrevistas se fue encontrando con su deseo de hacerse cargo de Diana.

Por lo que fue posible anudar con Diana, puedo apostar a que su tía le había transmitido la relación al nombre del padre. La metáfora paterna operaba en ella con relación a la sobrina. Además, desde los primeros tiempos, aún sin decidirse a adoptarla, tuvo un lugar materno para ella. Tal vez porque quería rescatar a la niña -que era ella misma- del padecimiento al que se la sometía. Fue ella quien le otorgó los elementos necesarios para que después se articularan en el análisis determinando una estructura que pareció perfilarse hacia la neurosis. Porque cuando no hay sujeto responsable de su acto y la estructura corre el riesgo de no armarse hacia la neurosis, es propiciatorio que alguien pueda responder por él para que pueda apropiarse de la palabra.

Recién a partir de este momento en que ella no estuvo más en la escena, en que pudo verse y crear una situación fantasmática, pudo empezar a decir. Lo que estaba silenciado surgió como una catarata de quejas, de denuncias. Pudo pedir no salir con el padre, pudo contar que le tenía miedo porque la trataba mal y no le gustaba como le gritaba.

Comenzó a organizar discursivamente el maltrato. Empezó el armado de su historia en análisis, el despliegue de los personajes, tanto en juegos de escena como en palabras. Momento de descuento de ella en la escena que, además, permitió que se entendieran las matemáticas y las cuentas. A partir de entonces empezó la escritura en el colegio y tuvo ganas de contarme y de leer cuentos conmigo en el consultorio.

En este tiempo en que la represión operó, Diana pidió a la tía que la adoptara para que su padre no la obligase a verlo.

El trabajo realizado permitió disponer de palabras para denunciar. Momento en que lo jurídico pudo comenzar a intervenir de otro modo y su testimonio sirvió para animar a su tía a conseguir la tenencia legal.

[1] José Saramago, “Todos los nombres”, epígrafe. Alfaguara, 2001. [2] Centrada en lo genital [3] Mariela Weskamp, Lecturas de niños en análisis. Bs. As.: Editorial Escuela Freudiana de Buenos Aires. 2017

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