Del grito al parl´être[1]
Reunión Lacanoamericana de Río de Janeiro, octubre 2017
Quiero compartir con ustedes un tema de la actualidad que me inquieta, me refiero a las consultas recibidas en los últimos años por niños con Trastorno del espectro autista. Diversas presentaciones se agrupan en esta nominación sin tener en cuenta la singularidad y se proponen enseñar a hablar a los niños generalmente a partir de terapias cognitivo conductuales.
¿Cómo pensar estas presentaciones desde el psicoanálisis y cómo operar?
Para hablar es necesario: estar inscripto en el lenguaje, apropiarse de lalangue y disponer de la palabra.
En el acto de caer al mundo, un bebé que fue introducido en el lenguaje, pierde su animalidad. Inmerso en ese caldo de lenguaje que es la cultura, las palabras serán alimento necesario y puede morir si a nadie le hace falta.
Hay un largo recorrido desde la primera explosión de llanto, hasta que el parlante ser pueda decir algo. El lenguaje debe incorporarse mediante las identificaciones para devenir simbólico y es preciso que se organice la pulsión invocante.
Cuando una madre se supone invocada, hace del llanto, llamado, y el grito tendrá el sentido que ella le otorgue. Cuando opera el deseo, supone anticipadamente al sujeto y lo nomina. La invocación apela al sujeto que podría advenir. Luego, el circuito de esta pulsión declinará entre: ser llamado, (llamar), hacerse llamar.
Pero para llamar es preciso ceder la voz y para ello, hace falta que el sujeto la haya recibido del Otro.
¿Cómo se dona la voz? No se trata de la comunicación de un contenido en particular, ni de un código que se enseña. El sujeto se inscribe en la trama simbólica del Otro y el lenguaje se instila a través de lalangue modelando el cuerpo.
Quien encarne la función materna instila una modalidad gozante a través del volumen, el timbre, la cadencia y el ritmo de su voz. Habla a su bebé con un tono diferente que al resto y sin pensar si entiende el significado de lo que dice. Propone fonemas a ser repetidos, dona el silencio y espera atenta los sonidos que su bebé produce. Prestándose al juego, lo inicia. La diferencia que introduce, sostenida en el amor, es una fuente de placer y reorienta el sonido que el infans va creando. El fonema, en ese caso, es signo de amor y anuda al goce.
El otro materno, en un acto de amor, dona un lugar disponible para alojar a su hijo, entrega la voz que luego podrá ser incorporada. La posibilidad del armado del circuito invocante se vincula con el tiempo primero de la identificación a lo Real del Otro real, en la cual se produce el vacío que permite a su vez incorporar al lenguaje como simbólico, como alteridad.
A los pocas semanas de nacido un bebé distingue la música materna entre los ruidos del ambiente, si fue siendo arullado producirá balbuceos, y si se le hace eco, jugará a repetir lo oído cambiando la producción sonora. La pulsión es el eco en el cuerpo de que hay un decir, resonancia que en su repetición permite escuchar la diferencia, ya que no todo turba al cuerpo, cada quien hará su recorte, el sujeto hará lectura de lo que pudo escuchar.
Cuando los bebés fueron canturreados, luego se arrullan para dormirse, incorporando el canto. En el laleo gozan jugando con fonemas de la fonatoria materna y se apropian de lalangue. Escanden los sonidos marcando diferencias entre ellos y situando el intervalo entre el sonido y el silencio. En la vocalización y el parloteo van distinguiendo elementos significativos y en esta distinción, la legalidad ya está operando. Por eso, lalangue introduce el goce y también lo civiliza.
Luego, durante el tiempo de la incorporación del lenguaje en tanto significante, los niños pequeños juegan con las onomatopeyas, con el sin sentido, amasan, rompen, destruyen y mastican las palabras para crear las propias.
Lalangue y la voz
Lacan crea el neologismo troumatisme –jugando con dos términos, el de agujero (trou) y el de traumático– para decir que eso se produce porque no hay relación sexual y ubica que el trou, el agujero de lo real, permite que se pueda inventar. En el Seminario 24 dice que “el aprendizaje que el sujeto ha sufrido de una lengua entre otras” es traumático.
El aprendizaje de la lengua es traumático, en el sentido del impacto de lo real que irrumpe en el soma transformándolo en cuerpo. A su vez está en juego el agujero de lo Real, en términos del horadamiento necesario para articular la lengua. El vaciamiento del ruido permite al cuerpo gozar de la voz.
Creemos entender lo que se dice porque el sonido se enlaza a los significados. Al escuchar una lengua extranjera, sonido y sentido no se articulan y queda la melodía separada de la palabra pudiendo musicalizarse o molestando como un sonido extraño. Cuando esto acontece con la lengua materna podría deberse a que no hubo articulación entre esa lengua y la función materna para que lalangue se instile.
Arriesgo decir que cuando se está en el lenguaje pero no se produjo ese troumatisme el objeto a voz no se recorta y queda soldado al ruido, la pulsión invocante no completa su circuito, entonces, aunque se hable no se dispone de la palabra.
Lacan se vale de las homofonías para vaciar a la voz de su materialidad sonora y ubicarla en la cuenta de la operación significante. Así como el objeto a mirada es lo que falta a la visión, la voz como objeto a es lo que falta al ruido, es áfona.
La voz se constituye como tal en tanto objeto caído del Otro, desprendida del sonido, cae en la retroacción de un significante sobre otro. Vaciada de sustancia, el goce de la voz se desplaza a través de los efectos metonímicos de la cadena significante.
Cuando este objeto se recorta, se separa del ruido y se hace presente en el silencio y en la escritura.
El oído funciona como los instrumentos de viento (tuba, shofar): resuenan cuando se los sopla porque en el interior son vacíos; pero la voz no resuena en un vacío espacial sino en el vacío del Otro. Lacan dice que los oídos son el único orificio que no puede ocluirse en el campo del inconsciente, entiendo que se refiere a ese vacío de goce que permite la resonancia en el inconsciente y no a la anatomía del oído, que no se cierra voluntariamente. El inconsciente es la manera en que el sujeto dividido está impregnado por el lenguaje, es un saber hacer con lalangue. La eficacia de la palabra, es que el inconsciente no puede cerrarse a la voz. La pulsión invocante no cuenta con un dique que ponga freno a la voz. Así el superyo, cuando opera la función paterna, es uno de los destinos de la voz.
Hace tiempo que me pregunto qué hace de tope a lo invocante. Voy encontrando algunas respuestas en el camino del análisis: soportar la castración; lo cual implica la noción del Otro barrado y la experiencia de su inexistencia
Cuando se organiza la pulsión invocante, el cuerpo goza del objeto a voz. Si no se produce esa pérdida de ruido que la voz implica, esta transmite la presencia del Otro sin agujero ni falta y el sonido puede dañar. Nos encontramos con niños que profieren sonidos para obstruir esta voz insoportable, intrusiva. Ocurre en muchos casos diagnosticados como autismo.
La mamá de Teo, de tres años, consultó muy angustiada. Su hijo había sido diagnosticado como autista y le insistían para que iniciara el trámite por discapacidad.
Cuando nació tuvo algunos problemas que lo llevaron a una internación temprana y se complicó amamantarlo. Aterrorizada y con voz inaudible dijo, al modo de una confesión, que desde el primer mes de vida temía que no fuese normal. Era la primera vez que se animaba a enunciarlo. Ella creía/sabía que no era como todos los chicos, era raro, no jugaba, repetía frases sin sentido. Un psicólogo le confirmó su horrorosa fantasía cuando le dijo: “vas a tener que aceptarlo, él no es normal, no es un nene como los de su edad”.
El sujeto es efecto de discurso, por eso es ineludible escuchar a los otros próximos al infans, porque ellos sostienen la lógica que habilita los hechos de lenguaje que producen los efectos subjetivos. Si se modifica esa lógica el decir no se sostiene más y esto indefectiblemente produce cambios subjetivos.
Los padres se mostraban destruidos, impotentes, muy angustiados. La vida cotidiana era una pesadilla, decían no tener idea de cómo criar a su hijo, cómo educarlo, enseñarle.
Teo tiraba los juguetes a la pileta, dormía con ellos, tenían que darle de comer en la boca, usaba chupete, tomaba mamadera, no controlaba esfínteres. “¿Cómo se enseña todo eso?” Preguntaban desesperados.
Él afirmaba jugar con su hijo y describía los juegos con entusiasmo. Decía que ella era muy nerviosa y no tenía paciencia: no paraba de gritar, de llorar, de pelear con Teo.
Ella afirmaba que él era muy permisivo, que no sabía poner límites, que negaba lo que estaba pasando porque Teo no jugaba.
Todo era una discusión. Acordaban, con mucho dolor, en que eran un fracaso. Lo que más habían deseado era ser padres, armar una familia y no pudieron.
Se fueron aislando: dejaron de visitar a la familia y a los amigos porque se avergonzaban de las escenas que se armaban con su hijo, no iban a lugares públicos porque Teo hacía caprichos y los descolocaba, no salían a comer afuera porque no se comportaba en la mesa, no iban a la plaza porque ella lo comparaba con otros niños de la edad y no resistía verlo tan distinto. Tenía miedo de salir a la calle porque una vez se le había escapado y casi lo pisó un auto. Finalmente se mudaron a un barrio cerrado muy lejos de sus conocidos. Todos los planes eran de ellos tres, solos y todo era, cuestión de vida o muerte. Con ese diagnóstico se les confirmaba que habían hecho todo mal.
Intento aliviar estas escenas, apuntando a cambiar la lógica de los enunciados: para ustedes es complicado ¿piensan que para todos es fácil? ¿Fueron a lugares pensados para los chicos? Solían ir al campo de la familia, pero se asustaron porque Teo corría tanto, que se iba y temían perderlo. Iba escuchando una y otra vez, que tal era el susto que no podían transformar ninguna acción en juego. Para la mamá, las conductas del hijo se le armaban como signos de locura.
Hasta el momento de la consulta, Teo iba a fonoaudiólogo, psicólogo y terapeuta ocupacional, en un plan cognitivo conductual. Tenía tratamiento todos los días de la semana y los padres nunca habían tenido un espacio de entrevistas. Los informes de profesionales indicaban que el niño padecía un trastorno y los ubicaban como incompetentes, fallando en su función.
Cuando se culpabiliza a los padres se genera tal angustia que impide sostener la función. El diagnóstico de “autismo” tiene esta particularidad arrasadora, porque al suponer ausente la función, en ocasiones termina produciendo su ausencia, creando padres que en adelante ya nada podrán transmitir al hijo que se transforma en un extraño.
Los citaban al jardín de infantes porque no creían que pudiera pasar de sala de dos a sala de tres. Les enumeraban todo lo que Teo no hacía y les exigían certificado de discapacidad para que la obra social pusiera una maestra acompañante. Les decían que casi no tenía palabras. El padre, ansioso, llevaba la cuenta, llega a veintitrés, dijo expectante mientras intentaba enumerarlas. Le dije que eran muchas y algunos nenes no hablan a los tres años; por lo que ellos contaban, entendía, pero aún no hablaba, les expliqué que eran dos cosas distintas y el alivio fue notorio. También cuando sugerí buscar un jardín más adecuado a ellos y alguna actividad placentera para hacer, ya que el disfrutar no era parte del paisaje.
Señalé la angustia de la madre que se sentía siempre siendo juzgada, en falta y dando examen; entonces habló de su padre y esa voz atronadora que la paralizaba.
Leí que el padre de Teo no permitía el despliegue amoroso de la madre. Habló de su propia orfandad, del pobre niño sin padre en manos de una madre que era violenta y vociferaba. Escuché la identificación a su hijo, su temor a dejar a un niño solo con la madre porque con ella corría peligro. Pude ubicar con él, que su hijo estaba muy bien cuidado por su esposa (distinta a su madre), que ella era una madre amorosa aunque fuese gritona, miedosa, nerviosa. Teo, a diferencia de él, contaba con un padre. Si confiara más en ella y dejara de criticarla, seguramente ella también podría ser amorosa con él. También subrayé con la madre que no confiaba en su marido y una y otra vez afirmé que lo que hacían Teo y el papá era jugar, que cada cual tenía su estilo, el papá con el suyo ponía límites.
Cesando las peleas entre ellos, Teo comenzó a dejar de taparse los oídos.
Los niños pequeños comienzan a hablar refiriéndose a ellos mismos en tercera persona. Constatación de que en el inicio somos hablados. Cuando la mamá lo buscaba, Teo le decía: “La pasaste bien, te divertiste mucho, te gustó estar con Mariela”. Dando cuenta de que otro hablaba en él.
Ella había mencionado “un hijo loco” en la familia paterna y había contado que su hijo era loco por las ventanas. Teo se la pasaba abriendo y cerrándolas; eso le daba miedo, le parecía raro, anormal. Lo habían notado en el colegio, en las terapias y le hablaban de conductas reiteradas, autistas. Tenía terror a que su hijo hubiese heredado la locura familiar.
En nuestros primeros encuentros Teo me mostró de qué se trataba: No me dejaba mover y él entraba y salía sin parar.
Cuando cerró la puerta del consultorio y se quedó en el vestíbulo golpeé preguntando: Teo, ¿dónde estás? Apareció “¡Hola, acá estás!”, enuncié. Entonces entendí que necesitaba que lo deje de mirar, escuchar mi llamado y dejarme en silencio esperando.
La mamá solía preguntar visiblemente preocupada: “¿viste lo de la ventana?”. Le respondí (arriesgando en la apuesta) que era frecuente que los nenes jugaran a las escondidas de ese modo. Durante varios encuentros, en la repetición, comenzó a divertirse y esta acción se transformó en un juego.
Me llamo la atención inicialmente, que no respondiera a preguntas o comentarios, repetía algunas frases sin esperar respuesta, rechazaba cualquier propuesta de juego temblando. Si le cantaba, se tapaba los oídos y decía “Mariela…!” en un gesto de temblor que lo mostraba negando con todo su cuerpo, parecía implorar que cese el ruido. Lo mismo acontecía si hacía ritmos, o tocaba el tambor, o ponía música. Los juguetes que producían sonidos lo aterrorizaban y con la mirada me pedía salir y ver a su mamá. Si se enunciaba el “no” de cualquier modo se tapaba los oídos y temblaba.
Incluí un teclado en el consultorio y empezó a tocar. Quería causar y controlar el sonido, si yo tocaba se incomodaba. Fui tratando de alternar, repetir lo que él hacía, proponerle una frase, armar una melodía. Intentaba introducir la pulsación rítmica que incluye el silencio.
En varios encuentros con el teclado comenzó a divertirse alternando entre los dos para producir sonidos. También pudimos organizar un juego con una pandereta que concluyó en que él disfrutaba tirándola con gran estruendo, y logrando que yo me tapara los oídos y gritara “Ayyy me voy a quedar sorda!!” juego que repetimos una y otra vez celebrándolo a carcajadas. Esto permitió luego que, cuando él temblaba, yo le haga eco imitándolo y él respondiese riendo. Dejo de temblar y en vez de rechazar con el cuerpo, empezó a decir “no” armando frases como: “no quiero jugar con la tortuga”. “No me gusta jugar con eso”. “Quiero cerrar la puerta”. El yo no estaba enunciado pero operaba.
Esta trama se fue articulando con lo que llamé el Juego con el autobús.
Para venir a sesión la mamá enfrentó su miedo y empezó a moverse con él en transporte público, venían en autobús y descubrieron que esto los divertía.
Teo, en un primer tiempo se interesó en una casita con puertas y ventanas a la que transformó en autobús: abría y cerraba las puertas reproduciendo el sonido y repitiendo la frase que decía el conductor en las paradas. Mientras hacía este juego, si yo le hablaba no me respondía. Durante meses parecía encerrado en esa acción.
Me daba cuenta que comprendía el significado de lo que le decía, y entendí que escucharme y responder implicaba la sujeción a una ley que no podía soportar aún. Si hacía silencio cuando se lo pedía o respondía cuando le preguntaba era someterse a un Otro que se le figuraba gozador.
Si introducía muñecos los rechazaba, entonces insistía haciendo que la puerta no se cerrara interrumpiendo la reiteración. Luego hice muñequitos de plastilina y los aceptó y subieron al autobús. Entonces animé a la voz con los muñecos que pedían subir. A mi no me contestaba pero a ellos sí, entonces comencé a hablar con él a través de los muñecos.
Fue posible porque la mamá contó que de niña sufría en el colegio cuando tenía que hablar para mostrar lo que sabía: se quedaba en blanco sin poder articular palabra; pero nada de eso le pasó con una lengua extranjera aprendida de adolescente y que disfrutaba enormemente. En esa lengua cantaba, bailaba, se divertía. La fonoaudióloga le había prohibido que le hable en otro idioma a Teo. La habilité para que lo haga y comenzaron a jugar cantando en ese idioma. La llenó de felicidad reconocer que Teo recordaba las letras y las repetía. Por primera vez disfrutaban juntos de una actividad.
A partir de ese momento pidió escuchar una canción en mi celular. “quiero que busques”, me decía, o “quiero buscar” Si le preguntaba qué quería buscar respondía con el nombre de la canción, la escuchaba y la cantaba.
Al tiempo que la mamá se fue afirmando en su función, Teo empezó a hablar en el jardín.
Luego el diálogo fue posible dando cuenta de otra relación al semejante:
¿Con qué estás jugando Teo?
El autobús
¿Qué hay adentro del autobús?
Conejito
¿Qué quiere hacer el conejito?
Quiere subir al autobús
En ese punto, habían transcurrido seis meses de trabajo, el pediatra les dijo que Teo era otro nene y que evidentemente el problema no había sido neurológico. Cuando el colegio les pidió informe evaluativo, los padres respondieron que el pediatra les había dicho que su hijo era un nene normal entonces ahora estaban haciendo terapia familiar.
Para hablar es necesario inscribirse en una trama de amor, deseo y goce que es preciso hilvanar cuando no está anudada.
En este caso la lectura de la singularidad dejó por fuera el diagnóstico. La posibilidad de operar conmoviendo ciertas posiciones de la fantasmática parental permitió que el niño ocupara otro lugar como efecto del discurso. En el trabajo con Teo, esto habilitó para prestar en el campo transferencial, la resonancia que posibilitó el acontecimiento subjetivo dando lugar a su propia enunciación.
[1] Presentado en la Reunión Lacanoamericana de Río de Janeiro, octubre 2017.
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