LA SUBJETIVIDAD DE LA ÉPOCA . EL MALESTAR EN LA CULTURA.
EL DIAGNÓSTICO DE ADHD [1]
Presentado en las Jornadas EFBA, 1,2,3 y 4 de julio de 2004. Bs. As. Argentina.
Publicado en "Lecturas de niños en análisis". Ed. Escuela Freudiana de Buenos Aires. Bs As, 2017
El diagnóstico de Trastorno por Déficit de atención e hiperactividad (ADHD) surgió hace mucho tiempo en el DSM con diferentes nominaciones. Inicialmente, a los niños que hoy portan esta calificación, se los llamaba hiperquinéticos, luego se habló de daño cerebral mínimo, en la década del 60 lo nombraban disfunción cerebral mínima y en 1980 con la aparición del DSM III surgió esta nueva denominación que coloca al déficit atencional como el trastorno primordial que puede o no generar hiperquinesia.
Hace más de diez años comencé a escribir cuestionando estas calificaciones y encuentro que, lamentablemente, lo que expresé en ese momento aún tiene vigencia. No debería ser así, porque no solamente desde el psicoanálisis, sino desde el mismo campo de la psiquiatría y distintas corrientes psicológicas, este diagnóstico ha sido puesto en cuestión. A pesar de ello seguimos recibiendo consultas por niños con esta enfermedad.
Resulta inquietante el interés que sigue habiendo en el tema desde distintos ámbitos, el dinero invertido en estudios médicos, la cantidad de libros escritos para ayudar a padres, maestros y profesionales a detectar niños que padecen este síndrome, la creación de fundaciones, instituciones médicas, psicológicas, psicopedagógicas, grupos de ayuda, test específicos para objetivar el déficit y el aumento de niños en edad escolar que reciben esta definición y son medicados.
Las estadísticas son preocupantes, dado que es el trastorno de neurodesarrollo -como lo denominan actualmente- más establecido en niños en el mundo.
La descripción de este trastorno dice que: estos niños, cuando interactúan con otros de su misma edad, en áreas organizadas o productivas, se identifican fácilmente porque, a causa de sus dificultades atencionales, tienen un rendimiento académico inferior al esperable en relación con su nivel de inteligencia. Generalmente, presentan conducta hiperactiva e impulsividad.
Gran parte de los especialistas que trabajan en el tema, sostienen que el ADHD se transmite genéticamente y que el trastorno corresponde cuando el problema está en el niño y no en el ambiente social ni educacional y no responde a lesión neurológica grosera, a fallas sensoriales, enfermedades físicas ni disturbios emocionales. Todos acuerdan en que la causa es orgánica y las investigaciones farmacológicas sugieren la existencia de anormalidades en la función de los neurotransmisores. Se trataría de una alteración en los receptores de dopamina D4[2] que produciría una modificación en los niveles de dopamina ocasionando la dificultad para sostener la atención. Por otra parte, no existe ningún estudio científico que objetive esa teoría, no hay hasta el momento demostración comprobable de esta suposición.
Por su definición causal, esta enfermedad queda dentro del campo de la medicina. La cura propuesta es a través del suministro de psicofármacos y en algunos casos, el apoyo de una terapia cognitivo conductual que podría ayudar al niño a reinsertarse socialmente.
Los trabajos ponen el énfasis en la detección precoz que permite que el niño sea medicado lo antes posible para aliviarlo de los síntomas. Estos no se interrogan sino que se explican por responder a una entidad que es causa de todo, entonces, lo que le sucede al niño es consecuencia de que padece ADHD y, por el origen que suponen tiene la enfermedad, la única salida es la medicación. No se da ninguna posibilidad a la intervención que permita poner a trabajar el síntoma, es un encierro sin posibilidades de salida.
Como medicación se utilizan los psicoestimulantes: el metilfenidato, la dextro-anfetamina y la pemolina, entre otros, porque se sostiene que disminuyen la hiperactividad e impulsividad y favorecen la concentración. El más utilizado es la Ritalina, medicación sobre la que algunos médicos advierten que puede resultar adictiva en la adolescencia. Es llamativo que en muchos trabajos se asocie al ADHD con el abuso de drogas u otras sustancias en el futuro, cuando deberían preguntarse si la causalidad no es inversa, es decir, si la adicción no podría pensarse como efecto de la toma de medicación sostenida durante tanto tiempo en la infancia.
Los neurólogos describen, como efectos colaterales del metilfenidato: el insomnio, la inapetencia y la posibilidad de desarrollar el síndrome de Tourette.[3]Hay estudios que confirman retardo en el crecimiento, de hecho, ya en 2004 en una revista Pediatrics, afirmaban que no es necesariamente una causa para alarmar a los padres ya que el efecto es más bien modesto, sólo un centímetro menos cada año.[4]
La consulta por estos niños generalmente es causada porque desde el colegio piden informes y psicodiagnósticos. El motivo de preocupación es que no atienden, no acatan límites y están en permanente movimiento. Esto es lo que resulta molesto y por eso no es frecuente que se rotule con este diagnóstico a un niño que no atiende al mundo y raramente se medica cuando no hay hiperactividad.
La primera pregunta que siempre me surgió frente a este supuesto trastorno fue: si la causa es un desequilibrio entre los neurotransmisores, ¿por qué aumenta la cantidad de niños con este síndrome, al modo de una enfermedad contagiosa?
El síntoma debe situarse con relación al momento en el cual aparece, se inscribe en una época y expresa el malestar proveniente de elementos que toma del entorno cultural, de sus mitos y creencias, sus significantes claves. Así es que, ahora, las histéricas raramente se desmayan sino que padecen bulimia y anorexia y los fóbicos, ataques de pánico.
Es imposible pensar la sintomatología fuera del contexto histórico, y es evidente que hay innumerables factores en la actualidad que promueven la inquietud en los niños. Rápidamente podríamos enumerar: la profusión de estímulos visuales, las innumerables horas que pasan frente a la pantalla con juegos de acción y violencia y que, en contraste, hay poca descarga física, ya que en las ciudades suelen estar mucho tiempo solos y quietos encerrados en sus casas.
En este contexto podemos situar una observación de la vida cotidiana tomando nota de cómo estudian los chicos, ya que la imagen del escritorio, el libro, el lápiz y el silencio es del siglo pasado. Actualmente la pantalla de computadora o del teléfono ocupa todo el espacio. En ellas está la música, la tarea, las redes sociales, videos y juegos virtuales. Mientras se pasa de actividad en actividad los amigos mandan mensajes... es todo al mismo tiempo.
Los niños están conectados de ese modo, atienden en forma simultánea a diversas situaciones. La inmediatez, el vértigo, el estímulo visual permanente, son características de nuestra época, determinan esta cultura.
Cada época produce sus síntomas y, en cada época, la lectura de esos síntomas, el modelo de enfermedad que la medicina establece, también está determinado por factores de control social que se ejercen desde un lugar de dominio del cual la institución médica depende.
Hace ya tiempo que los laboratorios tienen tal poder económico que puede pensarse que a partir de las drogas que se crean, se definen las enfermedades. Esto es lo que concluimos en función de las diferentes versiones del DSM. Porque es importante estar advertidos que los psiquiatras que investigan y estudian determinados psicofármacos están respaldados económicamente por los mismos laboratorios farmacéuticos que sostienen dichos hallazgos y financian los viajes y congresos donde estos hallazgos son compartidos con otros. Cabe interrogar por qué el consumo de Ritalina ha aumentado tanto con el correr de los años para ubicar la causa de lo que aparece como una epidemia.
El discurso médico habla del ADHD con tal objetividad científica que impide a los profesionales cuestionar el síndrome. Las variables a tener en cuenta para diagnosticarlo son cuestiones tan amplias como que los niños no pueden terminar lo que inician, parecen no escuchar, se distraen con facilidad, tienen dificultades para concentrarse en la tarea, actúan antes de pensar, cambian de una actividad a otra, no pueden organizarse solos, les cuesta esperar turno, corren de un lado para otro, se mueven excesivamente, les cuesta permanecer sentados. Descripción que se corresponde con lo que le ocurre a la mayoría de los niños (sobre todo a los que se ubican como varones) en edad escolar.
Nosotros no diagnosticamos ADHD pero sí atendemos niños con estos comportamientos, y estos que aparecen como síndromes -leídos desde los otros- , no siempre lo son.
El inicio de la escolaridad, el tiempo de la lecto-escritura, requiere de un nuevo recorte de lo imaginario que implica otra vuelta más en los tiempos de la falta de objeto. Porque para sostenerse en el espacio escolar es necesario una reiteración de las operaciones de suspensión de goce que son recién posibles en la latencia. La latencia es el tiempo de lectura del transito edípico.
Lo que se observa es que los maestros demandan y algunos niños no responden; no toman notas, no traen la tarea, no respetan normas sociales, molestan, no pueden sostenerse en la escena. No responden a la demanda como se espera que lo hagan. Esto es porque no pueden jugar las nuevas reglas que requieren de otra vuelta respecto de la castración.
Pero si hablamos de un porcentaje tan grande de niños que falla, estamos hablando de un síntoma que articula la problemática individual con lo social. En este sentido, la escuela es un lugar privilegiado para leer los tropiezos del tránsito edípico. En el ámbito escolar, las demandas de la sociedad y el sistema educativo -que encarnan padres y maestros- pesan sobre todos los protagonistas y condicionan las relaciones que se anudan entre ellos. La escolaridad que no funciona es un fenómeno que se inscribe como malestar en la cultura y en esto todos están implicados.
Intentemos precisar el concepto de atención y el de trastorno de la atención. Encuentro un común denominador en todos los trabajos escritos sobre este síndrome y es el esfuerzo puesto en que la atención sea una actividad objetivable. De hecho, algunas investigaciones que validan el déficit de dopamina parten de homologar la atención en ratones y en niños, lo cual es una contradicción aún dentro de la misma psiquiatría.
Henry Ey, un exponente de la psiquiatría clásica, sostiene que “la atención es inseparable del interés afectivo que la anima”[5]. Afirma que la tensión psicológica va introduciendo orden y diferenciación en el campo fenoménico, por lo que no puede pensarse la atención como una facultad de concentración ni de síntesis psíquica separable de la polarización de la vida psíquica sobre el objeto de su experiencia. Es decir que el interés afectivo anima a la atención, la dirige a un objeto.
Para el psicoanálisis, la atención, se corresponde con un recorte de la realidad a la cual se inviste libidinalmente, y sabemos que el infans se encontrará, en primera instancia, con los objetos que el otro materno libidiniza. La atención depende del recorte de los objetos que inicialmente viene dado por quien encarne el lugar del Otro.
Prestar atención supone el sostener, durante un tiempo, una investidura sobre un fragmento de la realidad. Si el Otro primordial no sostiene las operaciones necesarias para libidinizar al niño y al mundo, éste difícilmente pueda sostener la atención.
Hay distintos tipos de desatenciones que nos hablan de distintos tiempos en la relación del sujeto al Otro y de tiempos -cumplidos o no- de la falta de objeto; en consecuencia, no es lo mismo: la deriva metonímica del interés por todo al mismo tiempo, la falta de interés por determinados aspectos de la realidad o el desfallecimiento del yo en relación al mundo.
Por eso, cuando recibimos niños etiquetados con este trastorno es importante diferenciar, en primer lugar, si el déficit de atención tiene que ver con lo escolar o si se extiende al resto del mundo. Porque lo que el DSM denomina trastorno por déficit de atención es, en general, la dificultad de prestar atención en forma sostenida a las tareas propuesta por los docentes. Por eso es indispensable dilucidar si se trata de una carencia de atención o si es un déficit de atención escolar.
De hecho, la mayoría de niños que vienen a consultar, pueden sostener juegos con períodos de atención prolongados cuando estos son de su interés y cuando prestamos el adecuado soporte en la transferencia. En ocasiones son niños que no responden a los pedidos que formalmente se les requiere, pero que demandan ser atendidos, llaman la atención mostrándose en movimiento.
En general, los niños que son realmente hiperactivos, no pueden detener el impulso, solos no pueden parar, necesitan que los otros los limiten. En la hiperquinesia hay un movimiento en más, un exceso de movimiento que nos muestra a la pulsión desanudada. La motricidad desenfrenada, la desmesura, nos expresan una falla en el armado del cuerpo que fue marcado por la demanda del Otro. Cuando lo pulsional no se articula en palabras, se muestra, y sabemos que cuando lo simbólico no organiza, el cuerpo no se anuda y aparece el descontrol. No se habla pero se expone en la escena, algunas veces mostrando el exceso pulsional (cuando la pulsión no alcanza como destino la represión ni la sublimación) otras veces manifestando el objeto que son para el Otro.
EL DESASTRE REBOTABA CONTRA LAS PAREDES.
Hace ya tiempo recibí a la madre de Julián, que vino a quejarse de su hijo y a “lamentarse de su suerte, no podía creer que tuviera que perder su poco tiempo disponible en esa consulta, pero estaba obligada por el colegio que exigía un psicodiagnóstico”.
Julián cursaba segundo grado y ya “no sabían qué hacer con él”. Lo describía como: “desprolijo, hiperactivo, nervioso. Casi no dibujaba, no quería escribir, perdía los útiles, no recordaba las tareas, sólo jugaba con bloques”. Era “un auténtico desastre”.
En la casa lo veía “alterado, molesto, inquieto, sin poder parar, moviéndose en la silla, tirando gaseosa al piso, lastimándola cuando la abrazaba; tenía un ritmo permanentemente acelerado”. En el intento por pararlo, le fueron sacando todo, regalaron al perro, restringieron las visitas de la abuela que lo mimaba en exceso, los juguetes quedaron en penitencia, guardados en una caja.
Hacía un año que la madre se había separado del padre de Julián y, desde ese momento, vivían en permanente litigio, en una continua pelea desde tribunales hasta el bar de la esquina del consultorio, donde pasaban horas gritando, olvidándose del niño, sentado en la sala de espera.
Su ex marido, según ella, era un “hombre violento. Desde chico había tenido problemas de nervios, con él era imposible hablar. Julián había heredado lo peor del padre, su problema era hereditario”. Esto fue corroborado por el neurólogo que diagnosticó ADHD e indicó medicación, la que luego suspendieron porque no registraron cambios.
Intentó incluirme en el litigio pidiéndome que “tomara nota de lo que le hacía mal a Julián”. Ella estaba segura que la causa era el padre, ya que cuando volvía de su casa estaba “más hiperactivo que nunca, rebotaba contra las paredes”. Por eso había iniciado una demanda para reducir las visitas.
De lo que padre e hijo hacían juntos, no tenía idea, ya que Julián jamás contaba lo que sucedía en la casa de él. Ella estaba en pareja con un hombre que ya había decidido que el niño era inmanejable y por lo tanto no intentaba mejorar la relación, había suspendido el trato con él, excepto para “ponerle límites”, lo que implicaba “castigos y penitencias”. La convivencia era difícil y Julián empeoraba todo al decir “con papi estábamos mejor”. Ella demandaba y no daba nada porque sentía que había perdido todo.
La pelea entre los padres peleaba en él. Julián no podía contar, cuidaba a un padre del otro y vivía en dos casas sin pasar información. Se sabía lejos de ocupar el lugar del ideal para su madre y se pensaba casi inexistente para el padre que esperaba, con gran entusiasmo, el nacimiento de un nuevo hijo de su joven esposa.
Sitúo solamente un par de intervenciones y una escena de lo que fue este análisis.
En las primeras sesiones decidí invitar a la madre a participar, lo que no pareció complacerla demasiado. Me sorprendió encontrarme con un niño muy distinto al del relato. Julián eligió el juego de ajedrez y me pidió que le enseñara a jugar; luego se sentó tranquilo en la silla esperando con gran entusiasmo y ojos ávidos por aprender. En medio del armado del tablero miré a la madre, buscando el impacto en su rostro, pero el impacto fue mío al encontrarla literalmente dormida.
Entendí que se trataba de despertarla, despertar a esa madre triste y agotada y provocar algún brillito fálico en ese hijo que, para ella, era un “desastre”. Aclaré a ambos padres que ya había tomado nota de las cuestiones que hacían daño a Julián y que tenían que ver con que no lo atendían y con la pelea permanente entre ambos. Explicité que “no podían volver a olvidarse de él”.
Tranquilicé a las maestras explicándoles que lo que le pasaba a Julián no estaba relacionado con dificultades de aprendizaje, que era un niño muy inteligente, y les pedí que convocaran a ambos padres con el fin de acordar cuestiones en relación con la escolaridad del niño. Esto reorganizó la demanda.
A partir de que los padres fueron juntos al colegio a ocuparse de él, la tan mentada hiperquinesia de Julián cedió mágicamente. Esto produjo que desde el colegio se pacificaran de las exigencias y, por otra parte, el padre tuvo alguna confianza en el espacio de análisis lo cual permitió que, en ocasiones, ocupara la silla para hablar. Así pasó de litigar la demanda de tenencia a escuchar algunas demandas del niño y a compartir actividades con él. La madre, al verlo más tranquilo tuvo ganas de acercarse a Julián y se preocupo porque su pareja parecía molesto por el cambio y continuaba tratándolo mal, ahora sin motivo alguno.
En ese tiempo Julián pudo hablar y contarme de los maltratos que soportaba de este hombre, lo cual había callado por temor a perder a su madre. En ese punto comenzó el trabajo de análisis con Julián.
Ubicar en la trama discursiva de los padres el lugar que Julián ocupaba propició que pudiera caer de este lugar de objeto en el que estaba situado. Que se hayan detenido para ocuparse de él generó la pacificación del movimiento.
Ofrecer a Julián un espacio para enlazar los goces a través de la palabra ocasionó que dejara de mostrar en la escena. De intentar decir algo con esos bloques, -que inicialmente eran sus padres- de ser la pelota que rebotaba, pasó a contar su sufrimiento. Esto fue posible porque, de rebotar de uno a otro, pudo ser de algún modo alojado en ellos.
Todo diagnóstico, en cierta medida, reduce al sujeto; en este sentido, considero al ADHD como paradigma del intento de suprimir la subjetividad y anular los efectos del malestar de nuestra cultura.
Me parece que el proponer acallar al niño impidiendo que un mínimo de subjetividad se exprese involucra un punto ético que va más allá de las diferencias teóricas que el psicoanálisis pueda tener con otras disciplinas. Quizá sea tarea no sólo de los psicoanalistas sino también de los pediatras, psicólogos, antropólogos, psicopedagogos y educadores, el leer los síntomas de nuestro tiempo para hacer una revisión de este síndrome desde los intereses que lo han creado y que lo sostienen. Entiendo que se trata de un diagnóstico inventado para beneficiar a la industria farmacológica y dado que tranquiliza a los padres y adormece a los niños sigue sosteniéndose a lo largo de los años.
[1] Del trabajo “El psicoanálisis y los diagnósticos de nuestra época”, presentado en las Jornadas EFBA, Bs. As. 2004. [2] Molecular Psychiatry (2004) 9, 711717. doi:10.1038/sj.mp.4001466. Published online 16 December 2003. [3] Cf. Fejerman Natalio, Fernández Alvear Emilio, Fronteras entre neuropediatría y psicología, Nueva Vision. [4] Cf. J, Swanson Pediatrics. Vol. 113 No. 4 April 2004, pp. 762-769, “I don't think this is necessarily a cause for great alarm in parents. The effect was rather modest, only about a centimeter less over a year”. [Traducción de la autora] [5]Henry Ey Tratado de Psiquiatría.
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